Las dos caras de una moneda: Antonio Martínez Ares y Juan Carlos Aragón

Una imagen de una moneda con una cara de máscara veneciana grabada con un fondo de confetti y serpentinas.

El carnaval es un arte efímero. En él pueden darse motivos y muestras del más fino de los placeres. Momentos valiosísimos dados solamente por esta fiesta que hacen que el miserable suba hasta lo más alto del Olimpo y los oligarcas y poderosos bajen al sótano del inframundo. El rico y el pobre se tornan en ese momento semejantes y de repente todo es posible en una sola noche de locura e instintos básicos. Pero solo en una noche. Nunca más allá.

Las obras de arte que se exponen día tras día, durante un mes, en las tablas de la meca de la irreverencia, no solo son valiosas por lo que son en sí, sino también por su genoma fugaz y caduco. En «El arte de la prudencia», Baltasar Gracián decía: «Lo bueno si breve, dos veces bueno». Es un símbolo sin duda, que muestra nuestra tendencia a valorar más positivamente lo que sabemos que no vamos a tener en el futuro. Y eso en cierta medida pasa con las agrupaciones de carnaval. Por eso la melancolía es un sentimiento tan potente y el gaditano en sí es un animal melancólico.

Ver una agrupación «pelotazo» de carnaval es como ver en un buen día de primavera un arcoíris, o el «sakura» en Japón. Las flores de cerezo que allí hacen las calles más bellas y que apenas durarán unos pocos días antes de caerse. Todos los que de alguna manera disfrutamos con este arte mundano pero divino tenemos en la memoria agrupaciones geniales de tiempos pasados y sabemos a ciencia cierta que muy probablemente nunca se vuelvan a repetir tal y como fueron concebidas.

Porque las agrupaciones de carnaval son la quintaesencia de la música en directo. El carnaval en su más preciosa versión es un espectáculo que vive y que late, que se la juega en cada pase, en cada bolo. Que se reconfigura a sí mismo según se note al público. Por eso ver una agrupación en directo es algo irrepetible y disfrutarla con las voces exactas de las personas que la protagonizaron por primera vez, con el alma y las notas concretas con las que fue concebida por su autor, es un recuerdo imborrable en la memoria. Insustituible y efímero a la vez.

Uno de esos momentos transitorios y perecederos fueron, sin duda, los duelos de titanes que protagonizaban Antonio Martínez Ares y Juan Carlos Aragón. Una lucha que duraría años. Una partida de ajedrez por el agrado del público entre dos personajes creados en el mismo y preciso Cádiz que compartían. El Cádiz de los «hijos del agobio». Una generación que dio nombre al famoso disco de Triana y que estaba formada por jóvenes que crecieron en un periodo de transición política y social, marcado por los problemas económicos, la falta de oportunidades y las tensiones sociales.

Ellos marcarían la tendencia y el camino a seguir, por multitud de carnavaleros que, llenos de ilusión, vendrían detrás, desbrozando la maleza del camino aún virgen de la nueva comparsa. Todo aquel que se digne de apreciar esa modalidad en algún momento de su vida ha tenido que responder a la misma cuestión: ¿Tú eres de Martínez Ares o de Aragón?

A priori pudieran parecer antagónicos e irreconciliables. Dos autores de carnaval que en su momento luchaban por dominar la escena, con estilos completamente distintos y con fines aún más distintos. Eternos rivales como solo la historia ha dado a conocer, como Thomas Edison y Nikola Tesla con sus devenires continuos y alternos, Steve Jobs y Bill Gates a manzanazo limpio contra las ventanas, o Diego Rivera y Frida Kahlo y su amor violento y salvaje.

Los seguidores de ambos lo eran de manera firme y sin fisuras, y hoy en día lo siguen siendo. Nadie sabe a ciencia cierta las razones que llevan a unos y a otros a defender a su autor y, sobre todo, por qué los tomaban como suyos. El «yo soy juancarlista» y el «yo de Martínez Ares». Pareciera que las diferencias entre ambos se ven tan claras que no darse cuenta sería de lerdo, pero ¿hasta qué punto son o eran diferentes?

Lo cierto es que la naturaleza de ambos los marcaba desde sus tiempos de juventud. Cada uno, cuando crece y toma un camino distinto pero convergente de manera magnética. Como todos los mortales, estamos predestinados de alguna manera por nuestra educación más temprana y nuestros gustos a tomar elecciones propias respecto a nuestra educación y la vida en general. Todos somos o de letras o de ciencias, salvo raras excepciones de personas polifacéticas.

«Lo que haces, te hace», frase atribuída a Séneca, y que trata de argumentar que nuestras acciones y elecciones tienen un impacto en nuestra propia formación y desarrollo personal.

¿Y qué es lo que hacía Juan Carlos Aragón? Era filósofo.
Desde mi punto de vista, Juan Carlos era un hombre analítico, preclaro, racional y brillante. Cuando uno se considera filósofo no puede ser más que el tipo de persona que no descansa hasta dar con la respuesta de los problemas más elementales y sustanciales que golpean a la sociedad y al hombre en sí. Ser filósofo significa escudriñar, pensar y repensar lo ya pensado para golpear con la más cruda de las verdades la conciencia humana.
Y en esto Juan Carlos no tenía rival. Él usaba el carnaval como catapulta de verdades, como espada flamígera que no solo desgarra sino que quema en lo más profundo del espíritu. Daba siempre en la llaga y era completamente infalible. Tanto que quizá la propia verdad que buscaba acabó por marcarle a él mismo tan profundamente que no pudo ya olvidar lo asimilado.


La sabiduría se define como el conocimiento profundo y la comprensión aplicada de la vida, las situaciones y las verdades fundamentales. Y lo cierto es que como arma de denuncia para una comparsa no viene nada mal cuando se domina. La persona que la posee y escribe para mover conciencias llega muy pero que muy profundo.
Si yo tuviera que asignar o reconocer a Juan Carlos Aragón con una palabra, con una sola palabra, esa sería sin duda alguna «sabiduría».

¿Y qué es lo que hacía y sigue haciendo Antonio Martínez Ares? Era y es músico.
Antonio busca la verdad pero de otra forma. La verdad artística y mística. Su mente piensa de manera diferente pero lo cierto es que lo que hace, lo hace sin pensar demasiado aunque para él pueda ser un mundo y para el propio mundo, una proeza. Él posee un don innato para el arte, la música y la armonía. Y no solo la armonía en los acordes y compases, que también, sino en la música que vive muy profundo dentro de las palabras. La musicalidad con la que escribe Antonio Martínez Ares, es un rasgo característico de su obra. Las palabras según se compongan en un texto, suenan, resuenan o inspiran. Las palabras y frases poseen ritmo y cadencia. En el arte de aplicarlas para transmitir, Antonio es un genio.


Él vive la estética, los detalles, la puesta en escena, las formas, los colores, los sonidos de una moneda en el tipo, el estilo del trazo del dibujo en el forillo… como un todo. Un todo que habla y que transmite ese mensaje. El mensaje que él quiere dar y no otro. El conjunto de todo es lo importante para la obra de Antonio. No da puntada sin hilo, ni deja hilo en el carrete. Todo lo gasta y todos los caminos los explora antes de que se abra el telón.
La belleza es la apreciación de la armonía, la gracia, la simetría y la excelencia en las formas, tanto en la naturaleza como en el arte y en las personas.
Si yo tuviera que reconocer a Antonio Martínez Ares con una sola palabra, esta sin duda sería «belleza».

La sabiduría es la lógica aplastante, el raciocinio sin alma y la maneja la mente. La belleza es el lenguaje del espíritu en sí mismo y la maneja el corazón. ¿Ven a dónde quiero llegar?


Esos dos chicos que por arte del destino compartieron clases en el colegio Salesianos de Cádiz. Esos rivales eternos, esos enemigos íntimos. La cara y la cruz de la moneda simbólica que hoy vengo a representar con este texto, para mí eran complementarios y necesarios.


La sabiduría y la belleza pueden entrelazarse en la búsqueda de la verdad. Ambas pueden contribuir a una sensación de plenitud y trascendencia, así como el sol y la luna son complementarios en nuestro mundo pero mutuamente excluyentes. La razón puede eclipsar a la belleza si así lo quiere. Ahora bien, cuando es la belleza la que eclipsa a la razón, se produce un espectáculo único que tardamos en olvidar, así como la luna tapa al sol en un eclipse y todos nos quedamos absortos. Como decía el filósofo y matemático francés Blaise Pascal, «el corazón tiene razones que la razón no entiende».


Ellos se enfrentaban pero a la vez eran necesarios el uno para el otro. Una relación de amor y odio, en la que encuentran una cierta conexión o atracción. Dos enemigos que se tentaban mutuamente a mejorar o superarse a sí mismos.
Un equilibrio delicado que puede desmoronarse fácilmente y del cual todos nosotros tuvimos la suerte de disfrutar como espectáculo de carnaval efímero y precioso.


La fantasía me lleva a imaginar lo imposible, una agrupación con autoría compartida. Algo que ya nunca podrá ser.

Quizá pienso lo imposible porque yo mismo también soy un animal gaditano, de esos que viven de la nostalgia cuando llega febrero.

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